Este Viernes Santo acompañamos al Señor en su pasión y muerte. El Evangelio según San Juan nos relata que, ya muerto, Jesús es traspasado por la lanza: de su costado abierto brotan sangre y agua. Este signo profundo y doloroso expresa el amor total del Hijo al Padre y a toda la humanidad.

Desde nuestra Espiritualidad de la Preciosa Sangre, contemplamos este momento como la manifestación más alta de su entrega. La cruz se convierte en altar y en escuela: allí aprendemos el significado de amar hasta el extremo, de sufrir por amor y de confiar plenamente en la voluntad del Padre.

Cada gota de la Sangre de Cristo nos habla de una esperanza redentora, de un camino de conversión. En el madero santo se plasma nuestra espiritualidad; es desde la cruz donde se cimientan los pilares de una vida devota, humilde y servicial. Somos testigos de su fragilidad humana y también de su grandeza divina: Jesús necesita ayuda para cargar su cruz, experimenta la sed, sufre el abandono.

Como nos recuerda Madre María Magdalena Guerrero en sus Pensamientos (Nº 17):
“Tendré siempre presente el heroísmo de mi Salvador Jesucristo, pendiente de la cruz por mí.”

Hoy es un día para contemplar en silencio. Para agradecer y meditar. Para escuchar el Grito de la Sangre, que sigue resonando en nuestro mundo, en los más sufrientes, en nuestros barrios y hogares. Ese clamor que nace desde la cruz nos llama a transformar nuestra vida, y con ella, el mundo.

Que la Sangre de Cristo, derramada por amor, nos salve y nos impulse a amar como Él.