Hoy recordamos, oramos y nos dejamos acompañar por Madre María Magdalena Guerrero, nuestra fundadora, conmemorando su nacimiento. En un día como hoy, llegó al mundo una mujer que dejó huellas imborrables en el camino del discipulado del Señor. Una mujer que, a lo largo de su vida, fue descubriendo a un hombre que, desde la cruz, la enamoró con su entrega y amor incondicional hacia la humanidad.
La vida religiosa, a la que abrazó con amor y pasión, la transformó en una discípula entregada por completo, siguiendo el ejemplo de su Maestro. Su vida, su corazón y su visión la convirtieron en una auténtica discípula de la Sangre de Cristo.
En nuestra propia historia, a menudo encontramos personas que nos señalan el camino hacia Dios y nos acercan a la plenitud de la felicidad. Así también sucedió con Madre María Magdalena, quien, a través de su testimonio de amor a Dios y de caminar tomada de Su mano, logró enamorar a tantos hombres y mujeres, dejando un legado que perdura hasta el día de hoy.
A veces, ingenuamente, idealizamos la vida de los fundadores de congregaciones religiosas, creyendo que son seres casi mágicos, perfectos o inalcanzables. Sin embargo, es en ellos donde encontramos lo más humano del amor: hombres y mujeres con sueños y proyectos, con errores y aciertos, con fuerzas y debilidades, con valentía y miedos, con santidad y humanidad.
Esta visión nos invita a mirar a los fundadores como personas que caminaron junto a Dios, pero también como seres humanos que enfrentaron desafíos y luchas. Es en esta humanidad donde radica la belleza del peregrinar de nuestra Iglesia, cuya misión evangelizadora nos llama a servir desde lo que somos. Y esta misión no es exclusiva de unos pocos, sino que es para todos los que saben ver en el prójimo la presencia del mismo Dios.
Desde esta perspectiva, celebramos con gratitud la vida y obra de Madre María Magdalena. Solo ella podría explicar ese amor incondicional hacia el Crucificado, pero su testimonio nos inspira a seguir enamorándonos del Señor y de Su Preciosa Sangre. Su sacrificio y entrega nos recuerdan que esa Sangre, derramada por amor, grita desde la cruz en nuestro mundo: grita justicia, respeto y reconciliación entre los hombres.
Hoy damos gracias a Dios por la vida de nuestra fundadora. Hoy celebramos sus sueños, que compartimos en la misión de la Iglesia. Elevamos nuestra oración al cielo, pidiendo a Madre María Magdalena que nos acompañe en nuestro caminar misionero, siempre enamorados de la Sangre de Cristo, como ella lo vivió y gozó en su vida y en su amada Iglesia.