Con la llegada de la Navidad, en nuestros hogares comenzamos a buscar elementos que simbolicen esta celebración para adornar y vivir con alegría este tiempo tan especial para el mundo cristiano. Entre ellos, el pesebre ocupa un lugar central, representado en diversos modelos y tamaños. Al armarlo, es inevitable imaginar cómo habría sido aquella noche y cuál sería el papel de cada figura que rodea el nacimiento de Jesús. Detrás de María y José, y en ocasiones junto a los Reyes Magos, aparecen los pastores, acompañados de sus animales.

El Evangelio de San Lucas nos relata que estos pastores, humildes y sencillos, fueron visitados por el ángel del Señor, quien les anunció la gran noticia del nacimiento del Salvador. Ellos, en respuesta, acudieron a contemplarlo. Es conmovedor pensar que Dios, en su infinita bondad, eligió invitar a estas personas humildes, sacrificadas y sencillas al nacimiento de su Hijo. Jesús nació en la humildad de nuestra humanidad, en la precariedad de un pesebre iluminado por la estrella que guió a los Reyes Magos.

Al reflexionar sobre los pastores, podemos vernos reflejados en ellos. La humildad que encarnan no solo se limita a lo material o social, sino que también se extiende a lo espiritual. Desde nuestra fragilidad y pequeñez, somos invitados a caminar hacia el pesebre y contemplar al niño Dios. A pesar de nuestras imperfecciones y de los pecados que puedan hacernos sentir indignos, Dios nos llama a su encuentro, recordándonos que siempre estamos en su corazón.

El Evangelio también nos dice que los pastores se maravillaron ante la noticia del nacimiento. Qué hermoso sería dejarnos maravillar como ellos, permitiendo que este acontecimiento sobrepase nuestra comprensión y nos invite a vivirlo desde la fe. La fe, en su esencia, nos impulsa a dejarnos asombrar por el gran misterio del nacimiento de Jesús.

Desde nuestra espiritualidad de la Preciosa Sangre, somos llamados a celebrar con gozo este acontecimiento único, a dejarnos maravillar por la presencia de Dios en el niño Jesús, abrazado por María y José. Este niño no solo quiere nacer en el pesebre de nuestros hogares, sino también en nuestros corazones, transformando nuestras vidas y las de quienes nos rodean.

No dejemos que el pesebre sea únicamente un hermoso adorno navideño. Contemplemos en él el amor de Dios manifestado en la sencillez de aquella noche. Valoremos lo verdaderamente importante: el don de la vida, las personas que nos acompañan y el mensaje de esperanza que el nacimiento de Jesús trae al mundo.

En esta Navidad, permitámonos ser como niños y dejémonos conducir al pesebre, para sentir el asombro ante el misterio de Dios hecho niño. En su fragilidad y pequeñez, Jesús nos muestra el amor más grande y la entrega total por nuestra humanidad.

¡Feliz Navidad!