Cerramos este tiempo consagrado a María, nuestra Madre y Madre de Dios. El llamado “Mes de María” es un regalo invaluable para nuestra fe y tradición en la Iglesia. Reconocemos siempre a María como madre de Jesús y, en ese amor incondicional, también como nuestra madre. Aunque esta afirmación pueda parecer un lugar común, encierra una verdad profunda en la que nos gozamos como creyentes.

Hoy, en la celebración de la Inmaculada Concepción, la liturgia nos presenta el relato de la Anunciación, un texto maravilloso donde Dios entra en la historia humana y traza el inicio de nuestra salvación. Este pasaje despierta muchas preguntas: ¿Cómo habría sido esa conversación entre el ángel Gabriel y María? Sin embargo, más allá de los detalles, lo esencial es el mensaje de alegría y confianza que encierra.

El ángel le dice a María: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”, palabras que encuentran su plenitud en la resurrección de Cristo. La vida de María, marcada por alegrías y sufrimientos, nos enseña a vivir con fe y esperanza. Ella experimentó el gozo de ser madre, esposa, amiga y compañera de camino, pero también el dolor indescriptible de la cruz. Sin embargo, su alegría no se apagó, porque confió en el plan de Dios, que culminó en la resurrección de su Hijo, quien nos redimió con su Preciosa Sangre.

¿Qué sería de nuestra Iglesia si viviéramos la alegría auténtica de sabernos hijos de Dios? Probablemente, nuestra fe se manifestaría de manera más vibrante, incluso en medio de las dificultades. Desde nuestra espiritualidad de la Preciosa Sangre, estamos llamados a descubrir esa alegría inmensa: somos profundamente amados por Dios y enviados a ser cálices de vida, testigos de su amor y su bondad.

Para vivir esta invitación, necesitamos caminar siguiendo las huellas de María, con humildad ante Dios y ante los demás. Es en la humildad donde encontramos la alegría de sabernos hijos amados del Padre. Así, el “Alégrate” que el ángel dirige a María resuena también en nosotros, como un llamado a reflejar la vida de Cristo.

Hoy, renovemos nuestra disposición a ser portadores de vida. Decirnos a nosotros mismos: “¡Alégrate, porque estás llamado a ser cáliz de vida!” es aceptar una invitación divina, la misma que recibió María hace más de dos mil años. Sigamos su ejemplo de fe, esperanza y amor.

María, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros.